Una vocación
grabada a fuego...
Entre el cosmos y el caos
Para mantener su vínculo con el espacio sagrado
que los resguarda, en medio del caos de los servicios
aparecen los objetos y los movimientos como un puente
con esa seguridad y les permite colocar ese “a
lo mejor no volvemos” en el inconsciente con
lo cual pueden operar sobre ese caos a pesar de lo
que tenga de sórdido, de peligroso, de desconocido.
Los objetos y los movimientos entonces, recuperan
la idea del orden en medio del caos, esos objetos
que puentean a la muerte conforman parte de un ritual
en tanto “patrón de conductas que implican
la manipulación de símbolos considerados
religiosos”.
Un ejemplo de manipulación de objetos lo constituyen
los trajes y el casco que los protegen del fuego “que
se devora todo” y que los pone en contacto con
esa situación de encuentro originario y muy
antiguo en el tiempo del hombre, los pone en la memoria
del caos inicial. Con esos trajes, frente a lo natural
(el fuego) no se encuentran inermes.
No casualmente algo similar a un pasamontañas
antiflama que usan debajo de los cascos lo denominan
“monjita”. Esto que por su forma podría
haber sido asociado con cualquier otra imagen, está
simbolizado por la mención de un término
de carácter religioso.
Al igual que los trajes y otros elementos como las
“mangas” (mangueras) que son plegadas
y desplegadas como parte del ritual, los movimientos
los vinculan con ese espacio sagrado del que salen
para permanecer durante un tiempo en el caos. Según
ellos expresan la coordinación del trabajo
y la dependencia entre unos y otros funciona como
un mecanismo de seguridad ante el riesgo: “si
falla uno, fallamos todos”.
Al observarlos se puede entender que más allá
de esa seguridad existe una depositación del
miedo dentro de una conciencia mítica que permite
sostener la incertidumbre. La conciencia mítica
es ese conjunto de formas de pensamiento y acción
que hace posible y da sentido a determinadas acciones
y seres tanto en el mito como en la vida cotidiana,
es la que compone su relación vital con el
mundo, su racionalidad frente a lo irracional de lo
heroico en figura del Bombero.
En esa construcción del “héroe”
que forma parte del recuerdo infantil que los llevara
a la elección de esta tarea ellos consideran
que “no cualquiera está en condiciones
de ser Bombero, para ser Bombero hay que tener cierta
mística” y quien la posea deberá
someterse dentro de esta comunidad a ritos de pasaje.
En su fase de separación demuestran su voluntad
de incorporarse al cuerpo de bomberos en calidad de
aspirantes. Deberán cortarse el pelo y afeitarse
de forma tal que “al pasar un papel a contrapelo
no haga ruido” y se desprenden de todo aquello
que no los unifique.
Luego, durante la fase de transición ya en
calidad de “aspirantes”, deberán
poner a prueba esa “mística” que
conforma su vocación: “si aguantas el
curso, aguantas lo que viene después”.
En la fase de incorporación son integrados
en calidad de “novatos” al grupo de Bomberos
y allí comienzan su carrera. En ese momento
y al salir a los primeros incendios son “bautizados”
por sus ahora compañeros con chorros de agua
que los dejan totalmente mojados.
Todos estos rituales que los vinculan a los objetos,
a los movimientos y a la pertenencia, van reforzando
ese cosmos que permite “soportar el desastre,
ahuyentar la muerte y hacer el trabajo”.
Así como el espacio funciona de una manera
especial en la conformación de esta comunidad,
el tiempo es también allí una cuestión
diferente. Serena Nanda siguiendo a Edward Hall, señala
que la dimensión temporal es una construcción
cultural extraconsciente porque implica diferentes
percepciones.
Para los Bomberos el tiempo no es algo que se desarrolle
en el futuro: “hoy estás acá,
mañana nunca sabemos si estamos ni cuantos
somos”, la cotidianeidad con la finitud crea
un tiempo diferente en el que generalmente “nadie
se dice hasta mañana”. Ellos conciben
la vida como “una estación donde estamos
de paso” y así, su tiempo diario se torna
singular, contiene en sí mismo un ritmo propio:
“cada vez que salimos a una intervención
no sabemos si demoramos media hora u ocho días,
así que en general cuando son incendios muy
grandes el telefonista va avisando a las casas que
estamos bien”.
Al observar el conjunto de movimientos, gestos y acciones
que jalonan la vida en un cuartel de Bomberos Voluntarios,
se hace evidente que todo ese cúmulo de rituales
que sostienen la cotidianeidad son esenciales en tanto
suspenden el tiempo histórico arrancan a cada
uno de ellos del devenir que preasume el carácter
de la finitud. El tiempo histórico, en tanto
tiempo cronológico, mensurable, visible a pesar
de sí, devuelve la imagen de la muerte; el
rito sustrae temporalmente al sujeto de esa condición
y los suspende en una duración no mensurable.
“Cuando salgo de acá, no importan las
horas que hayan pasado, nunca sé si es de noche
o de día, hasta que no veo la calle no sé
en realidad cuánto tiempo pasó”.
Es tiempo especial que los integra funciona a la vez
como un imán, Bomberos siempre pide tiempo.
“No se puede explicar pero dentro del cuartel
pueden pasar horas o días y no te querés
ir, es atrapante”
A ese devenir retornan por gestos mínimos,
por diferentes estímulos: “a veces pasa
que estoy acá y me llaman de casa para avisar
que está la comida, sin que me de cuenta habían
pasado horas”. Esos gestos, simbólicos,
cotidianos los reposicionan en el plano del tiempo
histórico donde todo sigue pasando.
Esos instantes en los que subsumen en un tiempo singular,
representan lo que Elíade señala como
una nostalgia de un retorno periódico al tiempo
mítico, a ese tiempo magno que representa otra
actitud de cosmización.